¡QUE POCA MANERA!
Marco Antonio Figueroa Quinto
Marco Antonio Figueroa Quinto
"Un general estúpido puede ganar batallas cuando el general enemigo es más estúpido todavía." George Bernard Shaw
La controversia que se ha desatado entre la población veracruzana por la actuación de algunos elementos de la Policía Federal Preventiva tiene dos caras, y diversos orígenes. Por un lado están los que coinciden con el secretario de gobierno y el gobernador veracruzano respecto al endurecimiento sobre los métodos del uso de la violencia contra la sociedad civil (no se puede decir delincuentes, cuanto no se sorprenda en flagrancia o hayan sido condenados en juicio) pretextando las autoridades “conductas sospechosas”. En el otro extremo nos encontramos muchos ciudadanos que rechazamos todo tipo de violencias, inclusive las emanadas de las autoridades, pues muchas de estas son producto de mentes enfermizas, cuyas acciones son utilizadas para inconformarse con la sociedad o con ajusticiar a supuestos “explotadores”, causantes –según estos- de tanta pobreza en el país. Lo cierto es, que todos debemos luchar contra la delincuencia en todas sus manifestaciones, para que prevalezca una sociedad de leyes y principios para la plena armonía de nuestras sociedades actuales. Pretensión que no siempre se da, ya que la corrupción se ha posesionado inclusive de las fuerzas del orden, las que teniendo que combatir con toda energía (no brutalidad irracional) tan nefastas conductas, muchas veces la producen. Al abordar el caso de ejecución de un presunto delincuente, quien no se detuvo ante los señalamientos de los federales que cubriéndose el rostro con pasamontañas y portando ostentosas armas, después de una peliculesca persecución lo ultimaron de varios balazos, hay quienes expresan que hasta el tiro de gracia le dieron, lo que no parece normal ni aceptable. Ante estos hechos hemos recibido inconformidad de varios ciudadanos, algunos de ellos protestando por la impunidad de estos cuerpos policíacos que escudados en el anonimato, y esbozados como delincuentes siguen cometiendo atropellos, muchos de estos sin castigo, lo que comprobará el siguiente relato, que son recuerdos de un lector que nos confió sus desventuras y amargo encuentro con este tipo de policías. Veamos pues tal relato. “Después de atender el alto que se me hizo en mi tránsito hacia el trabajo por estos >guardianes del orden<, abrieron mi automóvil y con lujo de fuerza lo primero que hizo el que se acomodó a mi izquierda fue pegarme un bofetón en el centro de la cara. Otro me sujetó las manos y me ordenó que me escurriera en el asiento. El que dirigía este operativo volteó el rostro hacia mí por primera vez y lo que vi me pareció grotesco: el hombre mascaba chicle con un desenfado que ni siquiera era teatral, calculado para intimidar, sino absolutamente espontáneo. Espontáneo fue también el grito que solté, un quejido ruidoso que exacerbó a mi vecino de la izquierda. Con un nuevo pescozón que hizo saltar mis lentes por el aire, me indicó cómo quería que me comportara a partir de ese momento: nada de ruidos delatores, nada de dárselas de héroe. El sujeto de la derecha, más rollizo que los otros, aplastó su mano áspera en mi boca y me dijo que ya estaba bueno de niñerías. Si seguía, quejándome me advirtió, no me iban a dar más golpes sino que se verían obligados a matarme. -Bueno, hijueputa -intervino el más rudo-: ahora quiero que cierres los ojos y como los abra, te mueres ¡Oíste te mueres peor que un perro! Antes de que se apoderaran de mis cosas y de mi persona observe que viajaban en vehículo oficial, usando los inconfundibles pasamontañas y portando armas de uso reservado a esos cuerpos policíacos, era evidente que había pasado una noche de juerga, ya que despedían un olor alcohólico muy desagradable. El robusto me preguntó a continuación si tenía cuenta de ahorros y, cuando le dije que sí, me indicó que si les daba la clave y me portaba bien, no me pasaría nada malo. El vecino de la izquierda al parecer juzgó inconveniente el tono consolador de la advertencia de su amigo:-¡Cómo que no le pasa nada malo! —Tronó, salpicándome la cara con su tufo de aguardiente—. ¡Este hijueputa se muere! ¡Yo mismo lo mato ya si no colabora! dije que si la razón para matarme era que no les colaborara, podían estar tranquilos. Gemí, mencioné a Dios, invoqué a mis hijos, y en el terror me sorprendió que aquella voz, mi propia voz, no sonara tan débil, como si saliera de una boca menos asustada que la mía, que a última hora intentara salvarme ordenando los destrozos de mis argumentos sentimentales y expulsándolos a borbotones. Desde la izquierda del asiento partió un nuevo porrazo, que se estrelló contra mi cara. No tardé en descubrir el motivo -¡Cierre los ojos, hijueputa! Un golpe brutal que me cerró el ojo derecho, por su parte el tipo grueso me cerró el otro de un golpe más. Mientras de un lado me levantaban de la silla para sacarme la billetera, del otro surgía una voz que averiguaba la dirección exacta de mi residencia. Cuando entregué la información, uno de ellos dijo: bien, vamos a ver si apuntamos eso. -¿Y el teléfono? Otra vez el dato solicitado. En seguida, la repetición silabeada del que aparentemente estaba anotando. Después habló el que comandaba. Lo hizo en un tono reflexivo, íntimo, como si estuviera solo en el carro. -Este pendejo no tiene ni una prenda, pero si hijos, eso le va a valer. – ¡Verdad tú! Dije que no y además les imploré que fuéramos pronto al cajero, a ver si después me hacían el favor de soltarme con vida.-Bueno, amigo, vamos a ver si nos repites la dirección de tu casa. -¡Pero si en la casa no hay nada que pueda servirles! -exclamé aterrorizado. Les rogué que pudieran hacerme todo lo que quisieran, pero que por favor no se metieran con mi familia. Y añadí que estaba tan dispuesto a colaborarles que les había dado la dirección de mi casa. -Sí, y nosotros la apuntamos. Pero queremos asegurarnos. -Repítala, maricón —chilló el de la izquierda, ese será nuestro pasaporte para que después no te rajes. Asentí con resignación. Lo más doloroso de este momento es ese montón de oscuridad que pesa sobre los ojos y nos hace sentir humillados. Al cerrarnos los ojos, estos tipos nos arrebatan la posibilidad de calibrar sus intenciones, de intentar manipularlos. Con las glándulas disminuidas y los brazos maniatados, nos tienen a su merced. Sólo nos dejan un par de orejas que, las que no son un arma contra ellos sino contra uno mismo, porque en las tinieblas magnifican el horror de cada palabra que escuchas. Un grito y un golpe me sacaron de mis cavilaciones -Las gafas, guey. ¿Ya se le olvidó hasta que usas lentes? Escuche que estaban complacidos con mi colaboración, pues lo que sacaron del banco les serviría para el “compromiso” que tenían. Todavía entre ellos se originó otra discusión, entre el que deseaba silenciarme y los que argumentaron que ya me tenían controlado, que confiaban en mi discreción, a estos últimos –lo que es la desesperación y el amor a la vida- les agradecí infinitamente haberse impuesto sobre el violento tipo, que como muestra de su coraje, me asestó un golpe con un objeto contundente que me hizo perder el conocimiento. Al despertar –probablemente pase unos quince minutos sin sentido- regresé sin pensar a mi casa, iniciando trámites de cambio de domicilio, para que al llegar mi esposa e hijos de la escuela, estuviésemos partiendo a otro lugar. Esta experiencia me sigue a través del tiempo y al ver a esos encapuchados y observar los métodos que siguen utilizando me da escalofríos, deseando que nadie más padezca esos momentos de terror” A lo anterior uno puede preguntarse ¿Actuaremos con ecuanimidad y prestancia ante una orden dada por nuestros encapuchados policías? La respuesta esta en todos y cada uno de los habitantes de esta entidad. ¡Estamos! alodi_13@hotmail.com
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